HISTORIA DEL TATUAJE
A lo largo de la historia, estos dibujos perennes u obras de arte realizados sobre la piel, han pasado por diferentes etapas y en ocasiones no eran bien vistos, o han tenido distintos conceptos.
Tatuarse la piel es una costumbre que ya practicaba el hombre prehistórico. Tanto en la antigüedad como en la actualidad, hay quien le atribuye al tatuaje un valor mágico. Por ejemplo, los pueblos primitivos grababan en su piel la forma del animal más temido, para evitar tener malos encuentros con él. Se creía que un escorpión tatuado en el muslo libraba de su picadura.
Los egipcios ya se tatuaban hace 4.000 mil años. Las sacerdotisas de la vaca sagrada Hator, tatuaban su bajo vientre, y son numerosas las momias halladas en excavaciones arqueológicas con tatuajes de todo tipo. También los asirios y los fenicios echaron mano de estas prácticas. Se tatuaban la frente con signos alusivos a la divinidad, uso religioso que se prolongó a lo largo de los siglos y que todavía perduraba en Italia a principios del XX.
Las mujeres bretonas se tatuaban la piel, y los hombres de Bretaña que luchaban contra Julio Cesar, se teñían de azul con la hierba pastel. Cuando los españoles llegaron a las Islas Canarias, los guanches usaban las llamadas pintaderas a manera de sellos, para estamparse repetidas series de dibujos en la piel. Lo mismo sucedió cuando llegaron a México.
El tatuaje fue redescubierto en Europa, cuando la expedición inglesa al mando del capitán James Cook, regresó a Londres en 1769. Volvía de Tahití y con él arribaban a la palabra tattu, de origen polinesio, y una serie de aborígenes con el cuerpo repleto de tatuajes y que fueron exhibidos en la capital inglesa como atracción en barracas de feria.
No tardaron en surgir imitadores, y tanto proliferó la costumbre que en los alrededores de los puertos de mar surgieron los tatto parlors (salones de tatuaje). Afortunadamente para los amantes del tatuaje en 1891 se inventó el tatuaje eléctrico, técnica novedosa que convirtió a Estados Unidos en el centro mundial del diseño tatuístico.
Por entonces, convictos y desertores eran tatuados con fines idénticos a los que se seguía en el marcado del ganado. Técnicas que aplicaron en la primera mitad del XX, los nazis en sus campos de concentración, y los soviéticos en sus gulags siberianos.
Pero si esto era signo externo de la chusma y la gentuza, como en la Roma clásica, también surgió la moda del tatuaje artístico entre los elegantes de la sociedad aristocrática europea.
Las damas del séquito de la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, lucían entre sus pechos unas gotas de agua o lágrimas de un azul añil intenso, pintadas en unos casos, adheridas a modo de lunares postizos, o tatuadas, caso de cierta baronesa provenzal que acompañaba a la emperatriz, madame de Luneville, que decía: «Es adorno muy adecuado para lucir donde lo hago, porque llaman los hombres a este lugar», el mórbido canalillo.
Al mismo tiempo, la emperatriz austriaca Isabel, esposa de Francisco José I, llamada Sissí, usaba tatuajes alusivos a su alto rango. También el príncipe heredero de la corona austrohúngara, el archiduque Fernando asesinado en Sarajevo en 1914, portaba una serpiente tatuada.
A finales del XIX, la moda del tatuaje estaba en su apogeo. En Londres un tatuador norteamericano que se hacía llamar doctor Williams, se exhibía con su mujer en el teatro Aquarium, profusamente tatuado, de modo que su cuerpo y el de su señora le servía de muestrario de todo lo que era capaz de hacer: barcos, corazones, dragones, iniciales de nombres, serpientes o rostros.
Por su Tatto Parlor, pasó la nobleza y burguesía londinense del XIX, que pagaba cinco chelines por tatuarse las iniciales, o cinco libras por tatuarse un dragón.
Como la señora Williams, se había grabado un ancla dorada en la vecindad de salva sea la parte, su marido estaba dispuesto a mostrarla previo pago de una tarifa especial, lo que le valió según cierto comentarista de la época, ser acusado de proxeneta, cargo que en la sociedad puritana de entonces no era cualquier cosa.
El término arribó al castellano no antes del XIX, a través del francés tatouage, a su vez del inglés tatoo, y en última instancia de una lengua polinesia. El término castellano inicial fue el de taraceo, aunque el de tatuaje era ya conocido.
Respecto a España, fue Cataluña, región expuesta a las influencias francesas e italianas, donde primero se introdujo. Rafael Salillas, cuenta en un opúsculo publicado a finales del XIX, que en el hospital de Tortosa, regido por las hermanas de la caridad, las monjas se horrorizaban ante los tatuajes exhibidos por algunos enfermos procedentes de la marginalidad.